lunes, 28 de mayo de 2007

ÍNDICE


Discurso de Benedicto XVI al aterrizar en Sao Paulo

Discurso del Papa a los jóvenes en el estadio de Pacaembu en Sao Paulo

Homilía del Papa a los obispos de Brasil

Homilía del Papa en la misa de canonización de Frei Galvão

Discurso de Benedicto XVI a la comunidad de la Hacienda de la Esperanza

Saludo de Benedicto XVI a las hermanas Clarisas en la Hacienda de la Esperanza.

Palabras del Papa al rezar el «Regina Caeli» en Aparecida.

Homilía del Papa en la misa de inauguración de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida.

Homilía del Papa a sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos de Brasil.

Discurso del Papa en la inauguración de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano.

Palabras de despedida de Benedicto XVI de Brasil

Discurso de Benedicto XVI al aterrizar en Sao Paulo

Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este miércoles al recibir la bienvenida en el aeropuerto de Sao Paulo-Guarulhos que le tributó el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva.


SAO PAULO, miércoles, 9 mayo 2007 (ZENIT.org)

Excelentísimo Señor Presidente de la República, Señores Cardenales y Venerados Hermanos en el Episcopado

¡Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo!

Es para mí motivo de particular satisfacción iniciar mi Visita Pastoral a Brasil y presentar a Vuestra Excelencia, en calidad de Jefe y representante supremo de la gran nación brasileña, mis agradecimientos por la amable acogida con que me han recibido. Extiendo este agradecimiento con mucho gusto, a los miembros del Gobierno que acompañan Vuestra Excelencia, a las personalidades civiles y militares aquí reunidas y a las autoridades del Estado de Sao Paulo.

En sus palabras de bienvenida, siento resonar, Señor Presidente, los sentimientos de cariño y amor de todo el Pueblo brasileño para el Sucesor del Apóstol Pedro. Saludo fraternalmente en el Señor a mis queridos hermanos del episcopado que vinieron a recibirme en nombre de la Iglesia que está en Brasil.

Saludo igualmente a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los seminaristas y los legos comprometidos con la obra de la evangelización de la Iglesia y con el testimonio de una vida auténticamente cristiana. En fin, dirijo mi afectuoso saludo a todos los brasileños sin distinción, hombres y mujeres, familias, ancianos, enfermos, jóvenes y niños. A todos digo de corazón: ¡Muchas gracias por vuestra generosa hospitalidad!

Brasil ocupa un lugar muy especial en el corazón del Papa no solamente porque nació cristiano y porque posee hoy el mayor número de católicos, sino sobretodo, porque es una nación rica en potencialidades, con una presencia eclesial que es motivo de alegría y esperanza para toda la Iglesia.

Mi visita, Señor Presidente, tiene un objetivo que sobrepasa las fronteras nacionales: vengo a presidir, en Aparecida, la sesión de apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Por una providencial manifestación de la bondad del Creador, este país deberá servir de cuna para las propuestas eclesiales que, Dios quiera, podrán dar un nuevo vigor y empuje misionero a este continente.

En esta área geográfica la mayoría son católicos, esto significa que ellos deben aportar de modo particular al servicio del bien común de esta Nación. La solidaridad será, sin duda, palabra llena de contenido para las fuerzas vivas de la sociedad, cuando cada uno, desde su propio ámbito, se empeñe seriamente por construir un futuro de paz y de esperanza para todos.

La Iglesia católica –como puse en evidencia en la Encíclica «Dios caritas est»– transformada por la fuerza del Espíritu está llamada a ser, «en el mundo, testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia» (cf. 19). De allí su profundo compromiso con la misión evangelizadora, al servicio de la causa de la paz y de la justicia. La decisión, por tanto, de realizar una Conferencia esencialmente misionera, refleja la preocupación del episcopado, y no menos mía, de buscar caminos adecuados para que, en Jesucristo, «nuestros pueblos tengan vida», como reza el tema de la Conferencia.

Con esos sentimientos, quiero ir más allá de las fronteras de este país y saludar todos los pueblos de América Latina y del Caribe anhelando, con las palabras del Apóstol, «Que la paz esté con todos vosotros que estáis en Cristo» (1Pt 5,14).

Doy las gracias, Señor Presidente, a la Divina Providencia que me concede la gracia de visitar a Brasil, un país de gran tradición católica. Ya he tenido la oportunidad de referir el motivo principal de mi viaje que tiene un alcance latinoamericano y un carácter esencialmente religioso.

Estoy muy feliz por poder estar algunos días con los brasileños. Sé que el alma de este Pueblo, como el de toda América Latina, conserva valores radicalmente cristianos que jamás serán cancelados. Y estoy seguro que en Aparecida, durante la Conferencia General del Episcopado, será reforzada tal identidad, al promover el respeto por la vida, desde su concepción hasta su natural declinación, como exigencia propia de la naturaleza humana; hará también de la promoción de la persona humana el eje de la solidaridad, especialmente con los pobres y desamparados.

La Iglesia quiere apenas indicar los valores morales de cada situación y formar a los ciudadanos para que puedan decidir consciente y libremente; en este sentido, no dejaré de insistir en el empeño que se debe dar para asegurar el fortalecimiento de la familia --como célula madre de la sociedad; de la juventud-- cuya formación constituye un factor decisivo para el porvenir de una Nación y, finalmente, pero no por último, defendiendo y promoviendo los valores subyacentes en todos los segmentos de la sociedad, especialmente de los pueblos indígenas.

Con estos augurios y al renovar mis agradecimientos por la calurosa acogida que como Sucesor de Pedro he recibido, invoco la protección materna de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida, evocada también como Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de las Américas, para que proteja e inspire a los gobernantes en la ardua tarea de ser promotores del bien común, reforzando los lazos de fraternidad cristiana para el bien de todos sus ciudadanos. ¡Dios bendiga América Latina! ¡Dios bendiga Brasil! Muchas gracias.

Discurso del Papa a los jóvenes en el estadio de Pacaembu en Sao Paulo

SAO PAULO, jueves, 9 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en la noche de este jueves en el estadio municipal de Pacaembu «Paulo Machado de Carvalho», en Sao Paulo.


¡Queridos jóvenes! ¡Queridos amigos y amigas!

«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres […] luego ven, y sígueme.» (Mt 19,21).

He deseado ardientemente encontrarme con vosotros en éste mi primer viaje a América Latina. Vine a inaugurar la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano que, por deseo mío, va a realizarse en Aparecida, aquí en Brasil, en el Santuario de Nuestra Señora. Ella nos coloca a los pies de Jesús para aprender sus lecciones sobre el Reino e impulsarnos a ser sus misioneros, para que los pueblos de este “Continente de la Esperanza” tengan, en Él, vida plena.

Vuestros Obispos de Brasil, en su Asamblea General del año pasado, reflexionaron sobre el tema de la evangelización de la juventud y colocaron en vuestras manos un documento. Pidieron que fuese acogido y perfeccionado por vosotros durante todo el año. En esta última Asamblea retomaron el asunto, enriquecido con vuestra colaboración, y anhelan que las ponderaciones hechas y las orientaciones propuestas sirvan como incentivo y faro para vuestro caminar. Las palabras del Arzobispo de Sao Paulo y del encargado de la Pastoral de la Juventud, las cuales agradezco, bien testifican el espíritu que os mueve a todos.

Ayer por la tarde, al sobrevolar el territorio brasileño, pensaba ya en éste nuestro encuentro en el Estadio de Pacaembu, con el deseo de daros un gran abrazo bien brasileño, y manifestar los sentimientos que llevo en lo íntimo del corazón y que a propósito, el Evangelio de hoy nos quiso indicar.

Siempre he experimentado una alegría muy especial en estos encuentros. Recuerdo particularmente la Vigésima Jornada Mundial de la Juventud, que tuve la ocasión de presidir hace dos años atrás en Alemania. ¡Algunos de los que están aquí también estuvieron allá! Es un recuerdo conmovedor, por los abundantes frutos de la gracia enviados por el Señor. Y no queda la menor duda que el primer fruto, entre muchos, que pude constatar fue el de la fraternidad ejemplar que hubo entre todos, como demostración evidente de la perenne vitalidad de la Iglesia por todo el mundo.

Pues bien, queridos amigos, estoy seguro de que hoy se renuevan las mismas impresiones de aquel mi encuentro en Alemania. En 1991, el Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, decía, a su paso por Mato Grosso (Brasil), que los “jóvenes son los primeros protagonistas del tercer milenio [...] son ustedes quienes van a trazar los rumbos de esta nueva etapa de la humanidad” (Discurso 16/10/1991). Hoy, me siento movido a hacerles idéntica observación.

El Señor aprecia, sin duda, vuestra vivencia cristiana en las numerosas comunidades parroquiales y en las pequeñas comunidades eclesiales, en las Universidades, Colegios y Escuelas y, especialmente, en las calles y en los ambientes de trabajo de las ciudades y de los campos; se trata, sin embargo, de ir adelante. Nunca podemos decir basta, pues la caridad de Dios es infinita y el Señor nos pide, o mejor, nos exige ensanchar nuestros corazones para que en ellos quepa siempre más amor, más bondad, más comprensión por nuestros semejantes y por los problemas que envuelven no sólo la convivencia humana, sino también la efectiva preservación y conservación de la naturaleza, de la cual todos hacemos parte. “Nuestros bosques tienen más vida”: no dejéis que se apague esta llama de esperanza que vuestro Himno Nacional pone en vuestros labios. La devastación ambiental de la Amazonía y las amenazas a la dignidad humana de sus poblaciones requieren un mayor compromiso en los más diversos espacios de acción que la sociedad viene pidiendo.

Hoy quiero con vosotros reflexionar sobre el texto de San Mateo (19, 16-22), que acabamos de oír. Habla de un joven. Él vino corriendo al encuentro de Jesús, merece que se destaque su ansia. En este joven veo a todos vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina. Vinisteis corriendo de diversas regiones de este Continente para nuestro encuentro; queréis oír, por la voz del Papa, las palabras del propio Jesús.

Como en el Evangelio, tenéis una pregunta importante que hacerle. Es la misma del joven que vino corriendo al encuentro de Jesús: ¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? Me gustaría profundizar con vosotros esta pregunta. Se trata de la vida, la vida que, en vosotros, es exuberante y bella. ¿Qué hacer con ella? ¿Cómo vivirla plenamente? Pronto entendemos, en la formulación de la propia pregunta, que no basta el aquí y ahora, o sea, nosotros no conseguimos delimitar nuestra vida al espacio y al tiempo, por más que pretendamos extender sus horizontes. La vida os trasciende. En otras palabras, queremos vivir y no morir. Sentimos que algo nos revela que la vida es eterna y que es necesario empeñarnos para que esto acontezca. En otras palabras, ella está en nuestras manos y depende, de algún modo, de nuestra decisión.

La pregunta del Evangelio no contempla sólo el futuro. No se trata sólo de lo qué pasará después de la muerte. Hay, por el contrario, un compromiso con el presente aquí y ahora, que debe garantizar autenticidad y consecuentemente el futuro. En una palabra, la pregunta cuestiona el sentido de la vida. Puede por eso formularse así: ¿qué debo hacer para que mi vida tenga sentido? O sea: ¿cómo debo vivir para cosechar plenamente los frutos de la vida? O más aún: ¿qué debo hacer para que mi vida no transcurra inútilmente?.

Jesús es el único capaz de darnos una respuesta, porque es el único que puede garantizar la vida eterna. Por eso también es el único que consigue mostrar el sentido de la vida presente y darle un contenido de plenitud.

Sin embargo, antes de dar su respuesta, Jesús cuestiona al joven con una pregunta muy importante: "¿Por qué me llamas bueno?" En esta pregunta se encuentra la clave de la respuesta. Aquel joven percibió qué Jesús es bueno y que es maestro. Un maestro que no engaña. Estamos aquí porque tenemos esta misma convicción: Jesús es bueno. Quizás no sabemos toda la razón de esta percepción, pero es cierto que ella nos aproxima a Él y nos abre a su enseñanza: un maestro bueno. Quien reconoce el bien es señal que ama, y quien ama, en la feliz expresión de San Juan, conoce a Dios (cf.1Jn 4,7). El joven del Evangelio tuvo una percepción de Dios en Jesucristo.

Jesús nos garantiza que solo Dios es bueno. Estar abierto a la bondad significa acoger a Dios. Así nos invita a ver a Dios en todas las cosas y en todos los acontecimientos, inclusive ahí donde la mayoría solo ve la ausencia de Dios; viendo la belleza de las criaturas y constatando la bondad presente en todas ellas, es imposible no creer en Dios y no hacer una experiencia de su presencia salvífica y consoladora. Si lográsemos ver todo el bien que existe en el mundo y, más aún, experimentar el bien que proviene del propio Dios, no cesaríamos jamás de aproximarnos a Él, de alabarlo y agradecerle. Él continuamente nos llena de alegría y de bienes. Su alegría es nuestra fuerza.

Pero nosotros no conocemos sino de forma parcial. Para percibir el bien necesitamos de auxilios, que la Iglesia nos proporciona en muchas oportunidades, principalmente por la catequesis. Jesús mismo explicita lo que es bueno para nosotros, dándonos su primera catequesis. «si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19,17). Él parte del conocimiento que el joven ya obtuvo ciertamente de su familia y de la Sinagoga: de hecho, conoce los mandamientos. Ellos conducen a la vida, lo que equivale a decir que ellos nos garantizan autenticidad. Son los grandes indicadores que nos señalan el camino cierto. Quien observa los mandamientos está en el camino de Dios.

No basta conocerlos. El testimonio vale más que la ciencia, o sea, es la propia ciencia aplicada. No nos son impuestos desde afuera, ni disminuyen nuestra libertad. Por el contrario: constituyen impulsos internos vigorosos, que nos llevan a actuar en esta dirección. En su base está la gracia y la naturaleza, que no nos dejan inmóviles. Necesitamos caminar. Nos impulsan a hacer algo para realizarnos nosotros mismos. Realizarse, a través de la acción es volverse real. Nosotros somos, en gran parte, a partir de nuestra juventud, lo que nosotros queremos ser. Somos, por así decir, obra de nuestras manos.

En este momento me dirijo nuevamente a vosotros jóvenes, queriendo oír también de vosotros la respuesta del joven del Evangelio: "todo esto lo he observado desde mi juventud". El joven del Evangelio era bueno, observaba los mandamientos, estaba pues en el camino de Dios, por eso Jesús lo miró con amor. Al reconocer que Jesús era bueno, dio testimonio de que también él era bueno. Tenía una experiencia de la bondad y por tanto, de Dios. Y vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina ¿ya descubristeis lo que es bueno? ¿Seguís los mandamientos del Señor? ¿Descubristeis que éste es el verdadero y único camino hacia la felicidad?.

Los años que estáis viviendo son los años que preparan vuestro futuro. El “mañana” depende mucho de cómo estéis viviendo el “hoy” de la juventud. Ante los ojos, mis queridos jóvenes, tenéis una vida que deseamos que sea larga; pero es una sola, es única: no la dejéis pasar en vano, no la desperdiciéis. Vivid con entusiasmo, con alegría, pero, sobretodo, con sentido de responsabilidad.

Muchas veces sentimos temblar nuestros corazones de pastores, constatando la situación de nuestro tiempo. Oímos hablar de los miedos de la juventud de hoy. Nos revelan un enorme déficit de esperanza: miedo de morir, en un momento en que la vida se está abriendo y busca encontrar el propio camino de realización; miedo de sobrar, por no descubrir el sentido de la vida; y miedo de quedar desconectado delante de la deslumbrante rapidez de los acontecimientos y de las comunicaciones.

Registramos el alto índice de muertes entre los jóvenes, la amenaza de la violencia, la deplorable proliferación de las drogas que sacude hasta la raíz más profunda a la juventud de hoy, se habla por eso, a menudo de una juventud perdida.

Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis alegría y entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y confianza, con la certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero camino. Sois jóvenes de la Iglesia, por eso yo os envío para la gran misión de evangelizar a los jóvenes y a las jóvenes que andan errantes por este mundo, como ovejas sin pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes, invitadles a que vengan con vosotros, a que hagan la misma experiencia de fe, de esperanza y de amor; se encuentren con Jesús, para que se sientan realmente amados, acogidos, con plena posibilidad de realizarse. Que también ellos y ellas descubran los caminos seguros de los Mandamientos y por ellos lleguen hasta Dios.

Podéis ser protagonistas de una sociedad nueva si buscáis poner en práctica una vivencia real inspirada en los valores morales universales, pero también un empeño personal de formación humana y espiritual de vital importancia. Un hombre o una mujer no preparados para los desafíos reales de una correcta interpretación de la vida cristiana de su medio ambiente será presa fácil de todos los asaltos del materialismo y del laicismo, cada vez más activos a todos los niveles.

Sed hombres y mujeres libres y responsables; haced de la familia un foco irradiador de paz y de alegría; sed promotores de la vida, desde el inicio hasta su final natural; amparad a los ancianos, pues ellos merecen respeto y admiración por el bien que os hicieron. El Papa también espera que los jóvenes busquen santificar su trabajo, haciéndolo con capacidad técnica y con laboriosidad, para contribuir al progreso de todos sus hermanos y para iluminar con la luz del Verbo todas las actividades humanas (cf. Lumen Gentium, N. 36).

Pero, sobretodo, el Papa espera que sepan ser protagonistas de una sociedad más justa y más fraterna, cumpliendo las obligaciones ante al Estado: respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio y por la violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional y social, distinguiéndose por la honestidad en las relaciones sociales y profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y de poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos para hacer prevalecer las propias aspiraciones humanas, sean ellas económicas o políticas, con el fraude y el engaño.

En definitiva, existe un inmenso panorama de acción en el cual las cuestiones de orden social, económico y político adquieren un particular relieve, siempre que tengan su fuente de inspiración en el Evangelio y en la Doctrina Social de la Iglesia. La construcción de una sociedad más justa y solidaria, reconciliada y pacífica; la contención de la violencia y las iniciativas que promuevan la vida plena, el orden democrático y el bien común y, especialmente, aquellas que llevan a eliminar ciertas discriminaciones existentes en las sociedades latinoamericanas y no son motivo de exclusión, sino de recíproco enriquecimiento.

Tened, sobretodo, un gran respeto por la institución del Sacramento del Matrimonio. No podrá haber verdadera felicidad en los hogares si, al mismo tiempo, no hay fidelidad entre los esposos. El matrimonio es una institución de derecho natural, que fue elevado por Cristo a la dignidad de Sacramento; es un gran don que Dios hizo a la humanidad, Respetadlo, veneradlo. Al mismo tiempo, Dios os llama a respetaros también en el enamoramiento y en el noviazgo, pues la vida conyugal que, por disposición divina, está destinada a los casados es solamente fuente de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad, dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras.

Repito aquí para todos vosotros que “el eros quiere remontarnos ‘en éxtasis’ hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación” ( “Deus caritas est”, [25/12/2005], N. 5). En pocas palabras, requiere espíritu de sacrificio y de renuncia por un bien mayor, que es precisamente el amor de Dios sobre todas las cosas. Buscad resistir con fortaleza a las insidias del mal existente en muchos ambientes, que os lleva a una vida disoluta, paradójicamente vacía, al hacer perder el bien precioso de vuestra libertad y de vuestra verdadera felicidad. El amor verdadero “buscará cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará ‘ser para’ el otro” (Ib. N. 7) y, por eso, será siempre más fiel, indisoluble y fecundo.

Para ello, contáis con la ayuda de Jesucristo que, con su gracia, hará esto posible (cf. MT 19,26). La vida de fe y de oración os conducirá por los caminos de la intimidad con Dios, y de la comprensión de la grandeza de los planes que Él tiene para cada uno. “Por amor del reino de los cielos” (ib., 12), algunos son llamados a una entrega total y definitiva, para consagrarse a Dios en la vida religiosa, “eximio don de la gracia”, como fue definido por el Concilio Vaticano II (Decreto “Perfectae caritatis”, n.12).

Los consagrados que se entregan totalmente a Dios, bajo la moción del Espíritu Santo, participan en la misión de Iglesia, testimoniando la esperanza en el Reino celeste ante todos los hombres. Por eso, bendigo e invoco la protección divina a todos los religiosos que dentro de la mies del Señor se dedican a Cristo y a los hermanos. Las personas consagradas merecen, verdaderamente, la gratitud de la comunidad eclesial: monjes y monjas, contemplativos y contemplativas, religiosos y religiosas dedicados a las obras de apostolado, miembros de institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes consagradas. “Su existencia da testimonio del amor a Cristo cuando ellos se encaminan por su seguimiento, tal como éste se propone en el Evangelio y, con íntima alegría, asumen el mismo estilo de vida que Él escogió para Sí” (Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica: Instrucción “Caminar desde Cristo”, N. 5).

Espero que, en este momento de gracia y de profunda comunión en Cristo, el Espíritu Santo despierte en el corazón de tantos jóvenes un amor apasionado en el seguimiento e imitación de Jesucristo casto, pobre y obediente, dirigido completamente a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas.

El Evangelio nos asegura que aquel joven, que vino corriendo al encuentro de Jesús, era muy rico. Entendemos esta riqueza no apenas en el plano material, la propia juventud es una riqueza singular. Es necesario descubrirla y valorarla. Jesús le dio tal valor que invitó a este joven a participar de su misión de salvación. Tenía todas las condiciones para una gran realización y una gran obra.

Pero el Evangelio nos refiere que ese joven se entristeció con la invitación. Se alejó abatido y triste. Este episodio nos hace reflexionar una vez más sobre la riqueza de la juventud. No se trata, en primer lugar, de bienes materiales, sino de la propia vida, con los valores inherentes a la juventud. Proviene de una doble herencia: la vida, transmitida de generación en generación, en cuyo origen primero está Dios, lleno de sabiduría y de amor; y la educación que nos inserta en la cultura, a tal punto que, en cierto sentido, podemos decir que somos más hijos de la cultura y por eso de la fe, que de la naturaleza. De la vida brota la libertad que, sobretodo en esta fase se manifiesta como responsabilidad. Es el gran momento de la decisión, en una doble opción: una en cuanto al estado de vida y otra en cuanto a la profesión. Responde a la cuestión: ¿qué hacer con la vida?.

En otras palabras, la juventud se muestra como una riqueza porque lleva al descubrimiento de la vida como un don y como una tarea. El joven del Evangelio percibió la riqueza de su juventud. Fue hasta Jesús, el Buen Maestro, a buscar una orientación. Pero a la hora de la gran opción no tuvo coraje de apostar todo en Jesucristo. Consecuentemente salió de allí triste y abatido. Es lo que pasa cada vez que nuestras decisiones flaquean y se vuelven mezquinas e interesadas. Sintió que faltó generosidad, lo que no le permitió una realización plena. Se cerró sobre su riqueza, tornándola egoísta.

Jesús sintió mucho la tristeza y la mezquindad del joven que lo fue a buscar. Los Apóstoles, como todos y todos vosotros hoy, rellenan esta laguna dejada por aquel joven que se retiró triste y abatido. Ellos y nosotros estamos alegres porque sabemos en quién creemos (2 Tim 1,12). Sabemos y damos testimonio con nuestra propia vida de que solo Él tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68). Por eso, como San Pablo, podemos exclamar: "estad siempre alegres en el Señor" (Fil 4,4).

Mi pedido hoy, a vosotros jóvenes, que vinisteis a este encuentro, es que no desaprovechéis vuestra juventud. No intentéis huir de ella. Vividla intensamente, consagradla a los elevados ideales de la fe y de la solidaridad humana. Vosotros, jóvenes, no sois sólo el porvenir de la Iglesia y de la humanidad, como una especie de fuga del presente, por el contrario: sois el presente joven de la Iglesia y de la humanidad. Sois su rostro joven. La Iglesia necesita de vosotros, como jóvenes, para manifestar al mundo el rostro de Jesucristo, que se dibuja en la comunidad cristiana. Sin el rostro joven la Iglesia se presentaría desfigurada.

[En español]

Queridos jóvenes, dentro de poco inauguraré la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe.

Os pido que sigáis con atención sus trabajos; que participéis en sus debates; que recéis por sus frutos. Como ocurrió con las Conferencias anteriores, también ésta marcará de modo significativo los próximos diez años de Evangelización en América Latina y en el Caribe. Nadie debe quedar al margen o permanecer indiferente ante este esfuerzo de la Iglesia, y mucho menos los jóvenes. Vosotros con todo derecho formáis parte de la Iglesia, la cual representa el rostro de Jesucristo para América Latina y el Caribe.

[En francés]

Saludo a los de habla francesa que viven en el Continente latinoamericano, invitándolos a ser testimonios del Evangelio y actores de la vida eclesial. Me uno particularmente a vosotros los jóvenes, sois llamados a construir vuestra vida sobre Cristo y sobre los valores humanos fundamentales. Que todos os sintáis invitados a colaborar en la edificación de un mundo de justicia y de paz.

[En inglés]

Queridos jóvenes amigos, como el joven del Evangelio, que preguntó a Jesús “ qué debo hacer para tener la vida eterna?” , todos vosotros buscáis maneras de responder generosamente al llamado de Dios. Rezo para que escuchéis su palabra salvadora y os tornéis sus testigos ante los pueblos de hoy. Que Dios derrame sobre vosotros sus bendiciones de paz y alegría.

[En portugués]

Queridos jóvenes, Cristo os llama a ser santos. Él mismo os convoca y quiere andar con vosotros, para animar con Su espíritu los pasos del Brasil en este inicio del tercer milenio de la era cristiana. Pido a la Señora Aparecida que os conduzca, con su auxilio materno y os acompañe a lo largo de la vida.

¡Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo!.*[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano**© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

Homilía del Papa a los obispos de Brasil

Publicamos la homilía que pronunció este viernes Benedicto XVI a los obispos de Brasil en la catedral de la ciudad de Sao Paulo, dedicada a Nuestra Señora de la Anunciación.


SAO PAULO, viernes, 11 mayo 2007 (ZENIT.org)

Amados hermanos en el Episcopado,

«El Hijo de Dios con lo que padeció aprendió la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (cf. Hb 5,8-9).

El texto que acabamos de oír en la Lectura Breve de las Vísperas de hoy contiene una enseñanza profunda. También en este caso constatamos como la Palabra de Dios es viva y más penetrante que una espada de dos filos, llega hasta la juntura del alma, reconfortándola, estimulando a sus fieles servidores (cf. Hb 4,12).

Agradezco a Dios por haber permitido encontrarme con un Episcopado prestigioso, que está al frente de una de las más numerosas poblaciones católicas del mundo. Yo os saludo con sentimientos de profunda comunión y de afecto sincero, conociendo bien la dedicación con que seguís las comunidades que os fueron confiadas. La calurosa acogida del Señor Párroco de la Catedral de la Sé y de todos los presentes me hizo sentir en casa, en esta grande Casa común que es nuestra Santa Madre la Iglesia Católica.

Dirijo un especial saludo a la nueva Presidencia de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil y, al agradecer las palabras de su presidente, monseñor Geraldo Lyrio Rocha, hago votos por un provechoso desempeño en la tarea de consolidar siempre más la comunión entre los obispos y de promover la acción pastoral común en un territorio de dimensiones continentales.

Brasil está acogiendo a los participantes de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano con su tradicional hospitalidad. Expreso mi agradecimiento por la atenta recepción de sus miembros y mi profundo aprecio por las oraciones del pueblo brasileño, formuladas especialmente en pro del buen éxito del encuentro de los obispos en Aparecida.

Es un gran evento eclesial que se sitúa en el ámbito del esfuerzo misionero que América Latina deberá proponerse, precisamente a partir de aquí, del suelo brasileño. Fue por eso que quise dirigirme inicialmente a vosotros, Obispos del Brasil, evocando aquellas palabras densas de contenido de la Carta a los Hebreos: «El Hijo de Dios con lo que padeció aprendió la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 8-9).

Exuberante en su significado, este versículo habla de la compasión de Dios para con nosotros, concretada en la pasión de su Hijo; y habla de su obediencia, de su adhesión libre y consciente a los designios del Padre, explicitada especialmente en la oración en el monte de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).

Así, es el propio Jesús quien nos enseña que la verdadera vía de salvación consiste en conformar nuestra voluntad a la voluntad de Dios. Es exactamente lo que pedimos en la tercera invocación de la oración del Padre Nuestro: que sea hecha la voluntad de Dios, así en la tierra como en el cielo, porque donde reina la voluntad de Dios, ahí está presente el reino de Dios. Jesús nos atrae hacia su voluntad, la voluntad del Hijo, y de este modo nos guía hacia la salvación. Yendo al encuentro de la voluntad de Dios, con Jesucristo, abrimos el mundo al reino de Dios.

Nosotros los Obispos, somos convocados para manifestar esa verdad central, pues estamos vinculados directamente a Cristo, Buen Pastor. La misión que nos es confiada, como Maestros de la fe, consiste en recordar, como el mismo Apóstol de los Gentiles escribía, que nuestro Salvador «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4-6). Ésta es la finalidad, y no otra, la finalidad de la Iglesia, la salvación de las almas, una a una. Por eso el Padre envió a su Hijo, y «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21). De aquí, el mandato de evangelizar: «Id, pues, enseñad a todas las naciones; bautizadlas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. enseñadles a observar todo lo que os mandé. He aquí que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).

Son palabras simples y sublimes en las cuales están indicadas el deber de predicar la verdad de la fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continuada asistencia de Cristo a su Iglesia. Éstas son realidades fundamentales y se refieren a la instrucción en la fe y en la moral cristiana, y a la práctica de los sacramentos. Donde Dios y su voluntad no son conocidos, donde no existe la fe en Jesucristo ni su presencia en las celebraciones sacramentales, falta lo esencial también para la solución de los urgentes problemas sociales y políticos.

La fidelidad al primado de Dios y de su voluntad, conocida y vivida en comunión con Jesucristo, es el don esencial, que nosotros Obispos y sacerdotes debemos ofrecer a nuestro pueblo (cf. Populorum progressio 21).

El ministerio episcopal nos impele al discernimiento de la voluntad salvífica, en la búsqueda de una pastoral que eduque el Pueblo de Dios a reconocer y acoger los valores trascendentes, en la fidelidad al Señor y al Evangelio. Es verdad que los tiempos de hoy son difíciles para la Iglesia y muchos de sus hijos están atribulados. La vida social está atravesando momentos de confusión desorientadora. Se ataca impunemente la santidad del matrimonio y de la familia, comenzando por hacer concesiones delante de presiones capaces de incidir negativamente sobre los procesos legislativos; se justifican algunos crímenes contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual; se atenta contra la dignidad del ser humano; se extiende la herida del divorcio y de las uniones libres. Aún más: en el seno de la Iglesia, cuando el valor del compromiso sacerdotal es cuestionado como entrega total a Dios a través del celibato apostólico y como disponibilidad total para servir a las almas, dándose preferencia a las cuestiones ideológicas y políticas, incluso partidarias, la estructura de la consagración total a Dios empieza a perder su significado más profundo.

¿Cómo no sentir tristeza en nuestra alma? Pero tened confianza: la Iglesia es santa e incorruptible (cf. Ef 5,27). Decía San Agustín: «¿Titubeará la Iglesia si titubea su fundamento, pero podrá quizá Cristo titubear? Visto que Cristo no titubea, la Iglesia permanecerá intacta hasta el fin de los tiempos» («Enarrationes in Psalmos», 103,2,5; PL, 37, 1353.).

Entre los problemas que abruman vuestra solicitud pastoral está, sin duda, la cuestión de los católicos que abandonan la vida eclesial. Parece claro que la causa principal, entre otras, de este problema, pueda ser atribuida a la falta de una evangelización en la que Cristo y su Iglesia estén en el centro de toda explicación. Las personas más vulnerables al proselitismo agresivo de las sectas - que es motivo de justa preocupación – e incapaces de resistir a las embestidas del agnosticismo, del relativismo y del laicismo son generalmente los bautizados no suficientemente evangelizados, fácilmente influenciabais porque poseen una fe fragilizada y, a veces, confusa, vacilante e ingenua, aunque conserven una religiosidad innata.**En la Encíclica «Deus caritas est» recordé que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (N. 1). Es necesario, por tanto, encaminar la actividad apostólica como una verdadera misión dentro del rebaño que constituye la Iglesia Católica en Brasil, promoviendo una evangelización metódica y capilar en vista de una adhesión personal y comunitaria a Cristo. Se trata efectivamente de no ahorrar esfuerzos en la búsqueda de los católicos apartados y de aquéllos que poco o nada conocen sobre Jesucristo, a través de una pastoral de la acogida que les ayude a sentir a la Iglesia como lugar privilegiado del encuentro con Dios y mediante un itinerario catequético permanente.

Una misión evangelizadora que convoque todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño. Mi pensamiento se dirige, por tanto, a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, para la difusión de la verdad evangélica. Entre ellos, muchos colaboran o participan activamente en las Asociaciones, en los Movimientos y en otras nuevas realidades eclesiales que, en comunión con sus Pastores y de acuerdo con las orientaciones diocesanas, llevan su riqueza espiritual, educativa y misionera al corazón de la Iglesia, como preciosa experiencia y propuesta de vida cristiana.

En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se destaca por las iniciativas pastorales, al enviar, sobretodo entre las casas de las periferias urbanas y del interior, sus misioneros, laicos o religiosos, buscando dialogar con todos en espíritu de comprensión y de delicada caridad. Pero si las personas encontradas están en una situación de pobreza, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas, practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad. El pueblo pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la proximidad de la Iglesia, sea en el socorro de sus necesidades más urgentes, como también en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundamentada en la justicia y en la paz.

Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y un Obispo, modelado según la imagen del Buen Pastor, debe estar particularmente atento en ofrecer el divino bálsamo de la fe, sin descuidar del «pan material». Como pude evidenciar en la Encíclica «Deus caritas est», «La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra» (N. 22).

La vivencia sacramental, especialmente a través de la Confesión y de la Eucaristía, adquiere aquí una importancia de primera grandeza. A vosotros Pastores les cabe la principal tarea de asegurar la participación de los fieles en la vida eucarística y en el Sacramento de la Reconciliación; debéis estar vigilantes para que la confesión y la absolución de los pecados sean, de modo ordinario, individual, tal como el pecado es un hecho hondamente personal (cf. Exort. ap. post-sinodal «Reconciliatio et penitentia», N. 31, III). Solamente la imposibilidad física o moral excusa al fiel de esta forma de confesión, pudiendo en este caso conseguir la reconciliación por otros medios (Cân. 960; cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, N. 311). Por eso, conviene infundir en los sacerdotes la práctica de la generosa disponibilidad para atender a los fieles que recurren al Sacramento de la misericordia de Dios (Carta ap. «Misericordia Dei», 2).

Recomenzar desde Cristo en todos los ámbitos de la misión. Redescubrir en Jesús el amor y la salvación que el Padre nos da, por el Espíritu Santo. Ésta es la substancia, la raíz, de la misión episcopal que hace del Obispo el primero responsable por la catequesis diocesana. En efecto, tiene la dirección superior de la catequesis, rodeándose de colaboradores competentes y merecedores de confianza. Es obvio, por tanto, que sus catequistas no son simples comunicadores de experiencias de fe, sino que deben ser auténticos transmisores, bajo la guía de su Pastor, de las verdades reveladas.

La fe es una caminata conducida por el Espíritu Santo que se condensa en dos palabras: conversión y seguimiento. Ésas dos palabras-llave de la tradición cristiana indican con claridad, que la fe en Cristo implica una praxis de vida basada en el doble mandamiento del amor, a Dios y al prójimo, y expresan también la dimensión social de la vida cristiana.

La verdad supone un conocimiento claro del mensaje de Jesús, transmitida gracias a un comprensible lenguaje inculturado, pero necesariamente fiel a la propuesta del Evangelio. En los tiempos actuales es urgente un conocimiento adecuado de la fe, como está bien sintetizada en el Catecismo de la Iglesia Católica con su Compendio.

Hace parte de la catequesis esencial también la educación a las virtudes personales y sociales del cristiano, como también la educación a la responsabilidad social. Exactamente porque fe, vida y celebración de la sagrada liturgia como fuente de fe y de vida, son inseparables, es necesaria una aplicación más correcta de los principios indicados por el Concilio Vaticano II en lo que respecta a la Liturgia de la Iglesia, incluyendo las disposiciones contenidas en el Directorio para los Obispos (nn.145-151), con el propósito de devolver a la Liturgia su carácter sagrado.

Es con esta finalidad que mi Venerable predecesor en la Cátedra de Pedro, Juan Pablo II, quiso renovar «un vehemente apelo para que las normas litúrgicas sean observadas, con gran fidelidad, en la celebración eucarística» (...) «La liturgia jamás es propiedad privada de alguien, ni del celebrante, ni de la comunidad donde son celebrados los santos misterios» (Carta encl. «Ecclesia de Eucharistia» N. 52). Redescubrir y valorar la obediencia a las normas litúrgicas por parte de los Obispos, como «moderadores de la vida litúrgica de la Iglesia», significa dar testimonio de la misma Iglesia, una y universal, que preside en la caridad.

Es necesario un salto de calidad en la vivencia cristiana del pueblo, para que pueda testimoniar su fe de forma límpida y elucidada. Esa fe, celebrada y participada en la liturgia y en la caridad, nutre y fortifica la comunidad de los discípulos del Señor y los edifica como Iglesia misionera y profética. El Episcopado brasileño posee una estructura de gran envergadura, cuyos Estatutos fueron hace poco revisados para su mejor desempeño y una dedicación más exclusiva al bien de la Iglesia. El Papa vino a Brasil para pediros que, en el seguimiento de la Palabra de Dios, todos los Venerables Hermanos en el episcopado sepan ser portadores de eterna salvación para todos los que le obedecen (cf. Hb 5,10).

Nosotros, pastores, en la línea del compromiso asumido como sucesores de los Apóstoles, debemos ser fieles servidores de la Palabra, sin visiones reductivas y confusiones en la misión que nos es confiada. No basta observar la realidad desde la fe; es necesario trabajar con el Evangelio en las manos y fundamentados en la correcta herencia de la Tradición Apostólica, sin interpretaciones movidas por ideologías racionalistas.

Es así que, «en las Iglesias particulares compete al Obispo conservar e interpretar la Palabra de Dios y juzgar con autoridad aquello que está o no de acuerdo con ella» (Congr. para la Doctrina de la Fe, «Instr. sobre la vocación eclesial del teólogo», N. 19). Él, como Maestro de fe y de doctrina, podrá contar con la colaboración del teólogo que «en su dedicación al servicio de la verdad, deberá, para permanecer fiel a su función, llevar en cuenta la misión propia del Magisterio y colaborar con él» (ib. 20). El deber de conservar el depósito de la fe y de mantener su unidad exige estrecha vigilancia, de modo que éste sea «conservado y transmitido fielmente y que las posiciones particulares sean unificadas en la integridad del Evangelio de Cristo» (Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos, N. 126).

He aquí entonces la enorme responsabilidad que asumís como formadores del pueblo, mayormente de vuestros sacerdotes y religiosos. Son ellos vuestros fieles colaboradores. Conozco el empeño con que buscáis formar las nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas. La formación teológica y en las disciplinas eclesiásticas exige una constante actualización, pero siempre de acuerdo con el Magisterio auténtico de la Iglesia.

Apelo a vuestro celo sacerdotal y al sentido de discernimiento de las vocaciones, también para saber complementar la dimensión espiritual, psicoafectiva, intelectual y pastoral en jóvenes maduros y disponibles al servicio de la Iglesia. Un buen y asiduo acompañamiento espiritual es indispensable para favorecer la maduración humana y evita el riesgo de desvíos en el campo de la sexualidad. Tened siempre presente que el celibato sacerdotal es un don «que la Iglesia recibió y quiere guardar, convencida de que él es un bien para ella y para el mundo» («Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros», N. 57).

Me gustaría encomendar a vuestra solicitud también las Comunidades religiosas que se insertan en la vida de la propia Diócesis. Es una contribución preciosa que ofrecen, pues, a pesar de la «diversidad de dones, el Espíritu es el mismo» (1 Color 12,4). La Iglesia no puede sino manifestar alegría y aprecio por todo aquello que los Religiosos vienen realizando mediante Universidades, escuelas, hospitales y otras obras e instituciones.

Conozco la dinámica de vuestras Asambleas y el esfuerzo por definir los diversos planes pastorales, que den prioridad a la formación del clero y de los agentes de la pastoral. Algunos entre vosotros fomentasteis movimientos de evangelización para facilitar la agrupación de los fieles en una línea de acción.

El Sucesor de Pedro cuenta con vosotros para que vuestra preparación se apoye siempre en aquella espiritualidad de comunión y de fidelidad a la Sede de Pedro, a fin de garantizar que la acción del Espíritu no sea vana. Con efecto, la integridad de la fe, junto a la disciplina eclesial, es, y será siempre, tema que exigirá atención y desvelo por parte de todos vosotros, sobretodo cuando se trata de sacar las consecuencias del hecho que existe «una sola fe y un solo bautismo».

Como sabéis, entre los varios documentos que se ocupan de la unidad de los cristianos está el «Directorio para el ecumenismo» publicado por el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos. El Ecumenismo, o sea, la búsqueda de la unidad de los cristianos se vuelve en ése nuestro tiempo, en el cual se verifica el encuentro de las culturas y el desafío del secularismo, una tarea siempre más urgente de la Iglesia católica.

Con la multiplicación, sin embargo, de cada vez nuevas denominaciones cristianas y, sobretodo delante de ciertas formas de proselitismo, frecuentemente agresivo, el empeño ecuménico se vuelve una tarea compleja. En tal contexto es indispensable una buena formación histórica y doctrinal, que posibilite el necesario discernimiento y ayude a entender la identidad específica de cada una de las comunidades, los elementos que dividen y aquellos que ayudan en el camino de construcción de la unidad.

El gran campo común de colaboración debería ser la defensa de los fundamentales valores morales, transmitidos por la tradición bíblica, contra su destrucción en una cultura relativista y consumista; más aún, la fe en Dios creador y en Jesucristo, su Hijo encarnado. Además vale siempre el principio del amor fraterno y de la búsqueda de comprensión y de proximidad mutuas; pero también la defensa de la fe de nuestro pueblo, confirmándolo en la feliz certeza, de que la «unica Christi Ecclesia... subsistit in Ecclesia catholica, a successore Petri et Episcopis in eius communione gubernata» («la única Iglesia de Cristo... subsiste en la Iglesia Católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él») («Lumen gentium» 8).

En este sentido se procederá a un franco diálogo ecuménico, a través del Consejo Nacional de las Iglesias Cristianas, celando por el pleno respeto de las demás confesiones religiosas, deseosas de mantenerse en contacto con la Iglesia Católica en Brasil.

No es ninguna novedad la constatación de que vuestro país convive con un déficit histórico de desarrollo social, cuyos rasgos extremos son el inmenso contingente de brasileños viviendo en situación de indigencia y una desigualdad en la distribución de la renta que alcanza niveles muy elevados. A vosotros, venerables Hermanos, como jerarquía del pueblo de Dios, os compete promover la búsqueda de soluciones nuevas y llenas de espíritu cristiano.

Una visión de la economía y de los problemas sociales, desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, lleva a considerar las cosas siempre desde el punto de vista de la dignidad del hombre, que trasciende el simple juego de los factores económicos. Se debe, por eso, trabajar incansablemente por la formación de los políticos, de los brasileños que tienen algún poder decisivo, grande o pequeño y, en general, de todos los miembros de la sociedad, de modo que asuman plenamente las propias responsabilidades y sepan dar un rostro humano y solidario a la economía.

Ocurre formar en las clases políticas y empresariales un auténtico espíritu de veracidad y de honestidad. Quien asuma un liderazgo en la sociedad, debe buscar prever las consecuencias sociales, directas e indirectas, a corto y a largo plazo, de las propias decisiones, actuando según criterios de maximización del bien común, en vez de buscar ganancias personales.

Queridos hermanos, si Dios quiere, encontraremos otras oportunidades para profundizar las cuestiones que interpelan nuestra solicitud pastoral conjunta. Esta vez, quise exponer, ciertamente de manera no exhaustiva, los temas más relevantes que se imponen a mi consideración de Pastor de la Iglesia universal.

Os transmito mi afectuoso ánimo que es, al mismo tiempo, una fraterna y sentida plegaria: para que procedáis y trabajéis siempre, como venís haciendo, en concordia, teniendo como vuestro fundamento una comunión que en la Eucaristía encuentra su momento cumbre y su manantial inagotable. Confío todos vosotros a María Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, mientras que de todo corazón os concedo, a cada uno de vosotros y a vuestras respectivas Comunidades, la Bendición Apostólica.

¡Gracias!

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

Homilía del Papa en la misa de canonización de Frei Galvão

El primer santo nacido en Brasil

Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este viernes en el Campo de Marte de Sao Paulo en la misa de canonización del beato Antônio de Sant’Ana Galvão, O.F.M., presbítero, fundador del Monasterio de las Concepcionistas «Recolhimento da Luz», (1739-1822), primer santo nacido en Brasil


ROMA, viernes, 11 mayo 2007 (ZENIT.org).

Señores Cardenales, Señor Arzobispo de São Paulo y Obispos de Brasil y de América Latina, Distinguidas autoridades, Hermanas y Hermanos en Cristo,

«Bendeciré continuamente al Señor su alabanza no dejará mis labios» (Sal 33,2)

Alegrémonos en el Señor, en este día en el que contemplamos otra de las maravillas de Dios que, por su admirable providencia, nos permite saborear un vestigio de su presencia, en este acto de entrega de Amor representado en el Santo Sacrificio del Altar.

Sí, no dejemos de alabar a nuestro Dios. Alabemos todos nosotros, pueblos de Brasil y de América, cantemos al Señor sus maravillas, porque hizo en nosotros grandes cosas. Hoy, la Divina sabiduría permite que nos encontremos alrededor de su altar en acción de alabanza y de agradecimiento por habernos concedido la gracia de la Canonización de Fray Antonio de Sant’Anna Galvão.

Quiero agradecer las cariñosas palabras del Arzobispo de São Paulo, que fue la voz de todos vosotros. Agradezco la presencia de cada uno y de cada una, quiera que sean moradores de esta gran ciudad o venidos de otras ciudades y naciones. Me alegro de que a través de los medios de comunicación, mis palabras y las expresiones de mi afecto puedan entrar en cada casa y en cada corazón. Tengan certeza: el Papa os ama, y os ama porque Jesucristo os ama.

En esta solemne celebración eucarística fue proclamado el Evangelio en el cual Cristo, en actitud de gran arrobamiento, proclama: «Yo tebendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los pequeños» (MT 11,25). Por eso, me siento feliz porque la elevación de Fray Galvão a los altares quedará para siempre enmarcada en la liturgia que hoy a Iglesia nos ofrece.

Saludo con afecto, a toda la comunidad franciscana y, de modo especial a las monjas concepcionistas que, desde el Monasterio de la Luz, de la capital paulista, irradian la espiritualidad y el carisma del primer brasileño elevado a la gloria de los altares.

Dimos gracias a Dios por los continuos beneficios alcanzados por el poderoso influjo evangelizador que el Espíritu Santo imprimió en tantas almas a través de Fray Galvão. El carisma franciscano, evangélicamente vivido, produjo frutos significativos a través de su testimonio de fervoroso adorador de la Eucaristía, de prudente y sabio orientador de las almas que lo buscaban y de gran devoto de la Inmaculada Concepción de María, de quien él se consideraba «hijo y perpetuo esclavo».

Dios viene a nuestro encuentro, «busca conquistarnos - hasta la Última cena, hasta al Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones y las grandes obras por las cuales Él, a través de la acción de los Apóstoles, guió el camino de la Iglesia naciente» (Carta encl. «Deus caritas est», 17). Él se revela a través de su Palabra, en los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía. Por eso, la vida de la Iglesia es esencialmente eucarística.

El Señor, en su amorosa providencia nos dejó una señal visible de su presencia. Cuando contemplemos en la Santa Misa al Señor, levantado en el alto por el sacerdote, después de la Consagración del pan y del vino, o lo adoramos con devoción expuesto en la Custodia renovamos con profunda humildad nuestra fe, como hacía Fray Galvão en «laus perennis», en actitud constante de adoración. En la Sagrada Eucaristía está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia, o sea, el mismo Cristo, nuestra Pascua, el Pan vivo que bajó del Cielo vivificado por el Espíritu Santo y vivificante porque da Vida a los hombres. Esta misteriosa e inefable manifestación del amor de Dios por la humanidad ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cristianos. Deben poder conocer la fe de la Iglesia, a través de sus ministros ordenados, por la ejemplaridad con que éstos cumplen los ritos prescritos que están siempre indicando en la liturgia eucarística el centro de toda obra de evangelización. Por su parte, los fieles deben buscar recibir y reverenciar el Santo Sacramento con piedad y devoción, queriendo acoger al Señor Jesús con fe y siempre, cuando fuese necesario, sabiendo recurrir a Sacramento de la reconciliación para purificar el alma de todo pecado grave.

Significativo es el ejemplo de Fray Galvão por su disponibilidad para servir el pueblo siempre que le era pedido. Consejero de fama, pacificador de las almas y de las familias, dispensador de la caridad especialmente de los pobres y de los enfermos. Muy buscado para las confesiones, pues era celoso, sabio y prudente. Una característica de quien ama de verdad es no querer que el Amado sea agraviado, por eso la conversión de los pecadores era la grande pasión de nuestro Santo. La Hermana Helena María, que fue la primera «recogida» destinada a dar inicio al «Recogimiento de Nuestra Señora de la Concepción», testimonió aquello que Fray Galvão dijo: «Rezad para que Dios Nuestro Señor levante a los pecadores con su potente brazo del abismo miserable de las culpas en las que se encuentran».

Pueda esa delicada advertencia servirnos de estímulo para reconocer en la misericordia divina el camino para la reconciliación con Dios y con el prójimo y para la paz de nuestras conciencias.

Unidos en comunión suprema con el Señor en la Eucaristía y reconciliados con Dios y con nuestro prójimo, seremos portadores de aquella paz que el mundo no puede dar. ¿Podrán los hombres y las mujeres de este mundo encontrar la paz si no se concientizan acerca de la necesidad de reconciliarse con Dios, con el prójimo y consigo mismos? De elevado significado fue, en este sentido, aquello que la Cámara del Senado de São Paulo escribió al Ministro Provincial de los Franciscanos al final del siglo XVIII, definiendo a Fray Galvão cómo «hombre de paz y de caridad». ¿Qué nos pide el Señor?: «amaos unos a otros como yo os amo». Pero luego a continuación añade: que «deis fruto y vuestro fruto permanezca» (cf. Jn 15, 12.16). ¿Y qué fruto nos pide Él, sino que sepamos amar, inspirándonos en el ejemplo del Santo de Guaratinguetá?.

La fama de su inmensa caridad no tenía límites. Personas de todo la geografía nacional iban a ver a Fray Galvão que a todos acogía paternalmente. Eran pobres, enfermos en el cuerpo y en el espíritu que le imploraban ayuda.

Jesús abre su corazón y nos revela el pilar de todo su mensaje redentor: «Nadie tiene mayor amor que aquél que da la vida por sus amigos» (ib.v.13). Él mismo amó hasta entregar su vida por nosotros sobre la Cruz. También a acción de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad debe poseer esta misma inspiración. Las pastorales sociales si son orientadas para el bien de los pobres y de los enfermos, llevan en sí mismas este sello divino. El Señor cuenta con nosotros y nos llama amigos, pues solo a los que se ama de esta manera, se es capaz de dar la vida proporcionada por Jesús con su gracia.

Como sabemos la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano tendrá como tema básico: «Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que en Él nuestros pueblos tengan vida». ¿Cómo no ver entonces la necesidad de acudir con renovado ardor a la llamada, a fin de contestar generosamente a los desafíos qué la Iglesia en Brasil y en América Latina está llamada a enfrentar?

«Venid a mí, os que estáis aflictos bajo el fardo, y yo os aligeraré», dice el Señor en el Evangelio, (MT 11,28). Ésta es la recomendación final que el Señor nos dirige. Cómo no ver aquí este sentimiento paterno y, al mismo tiempo materno, ¿de Dios por todos sus hijos? María, la Madre de Dios y Madre nuestra, se encuentra particularmente ligada a nosotros en este momento. Fray Galvão, asumió con voz profética la verdad de la Inmaculada Concepción. Ella, la Tota Pulchra, la Virgen Purísima que concibió en su seno al Redentor de los hombres y fue preservada de toda mancha original, quiere ser el sello definitivo de nuestro encuentro con Dios, nuestro Salvador. No hay fruto de la gracia en la historia de la salvación que no tenga como instrumento necesario la mediación de Nuestra Señora.

De hecho, éste nuestro Santo se entregó de modo irrevocable a la Madre de Jesús desde su juventud, queriendo pertenecerle para siempre y escogiendo la Virgen María como Madre y Protectora de sus hijas espirituales.

¡Queridos amigos y amigas, qué bello ejemplo a continuación nos dejó Fray Galvão! Como son actuales para nosotros, que vivimos en una época tan llena de hedonismo, las palabras que aparecen en la cédula de consagración de su castidad: «quitadme antes la vida que ofender a tu bendito Hijo, mi Señor». Son palabras fuertes, de un alma apasionada, que deberían hacer parte de la vida normal de cada cristiano, sea él consagrado o no, y que despiertan deseos de fidelidad a Dios dentro o fuera del matrimonio. El mundo necesita de vidas limpias, de almas claras, de inteligencias simples que rechacen ser consideradas criaturas objeto de placer. Es necesario decir no a aquellos medios de comunicación social que ridiculizan la santidad del matrimonio y la virginidad antes del casamiento.

Es en este momento que tendremos en Nuestra Señora la mejor defensa contra los males que afligen la vida moderna; la devoción mariana es garantía cierta de protección maternal y de amparo en la hora de la tentación. ¿No será esta misteriosa presencia de la Virgen Purísima cuándo invoquemos protección y auxilio a la Señora Aparecida? Vamos a depositar en sus manos santísimas la vida de los sacerdotes y laicos consagrados, de los seminaristas y de todos los vocacionados para la vida religiosa.

Queridos amigos, permitidme concluir evocando la Vigilia de Oración de Marienfeld en Alemania: delante de una multitud de jóvenes, quise definir a los Santos de nuestra época como verdaderos reformadores. Y añadía: «solo de los Santos, solo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo» (Homilía, 25/08/2005). Ésta es la invitación que hago hoy a todos vosotros, del primero al último, en esta inmensa Eucaristía. Dios dijo: «Sed santos, como Yo soy Santo» (Lv 11,44). Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, de los cuales nos vienen, por intercesión de la Virgen María, todas las bendiciones del cielo; este don que, juntamente con la fe es la mayor gracia que el Señor puede conceder a una criatura: el firme deseo de alcanzar la plenitud de la caridad, en la convicción de qué no solo es posible, como también necesaria la santidad, cada cuál en su estado de vida, para revelar al mundo el verdadero rostro de Cristo, nuestro amigo! ¡Amén!

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

Discurso de Benedicto XVI a la comunidad de la Hacienda de la Esperanza

Publicamos el saludo que Benedicto XVI dirigió este sábado dirigió a la Hacienda de la Esperanza, comunidad para la recuperación de jóvenes toxicómanos y alcohólicos, que acoge también a madres solas, a familias necesitadas, a personas sin casa y a enfermos de sida en fase Terminal.


GUARATINGUETÁ, sábado, 12 mayo 2007 (ZENIT.org).

Antes del discurso del Papa, tomó la palabra Fray Hans Stapel, O.F.M., misionero franciscano alemán que en 1979 fundó en Guaratinguetá, esta comunidad, inspirada por el carisma de san Francisco de Asís y por la espiritualidad del Movimiento de los Focolares. Las Haciendas de la Esperanza se han diseminado después por el mundo. Hoy día hay 32 comunidades.

Queridos amigos y amigas,

¡Finalmente estoy en la Hacienda Esperanza!

Con particular afecto, saludo a Fray Hans Stapel, Fundador de la Obra Social Nuestra Señora de la Gloria, también conocida como Hacienda de la Esperanza. Deseo desde ya congratularme por todos ustedes, por haber creído en el ideal de bien y de paz que este lugar significa.

A todos los que en fase de recuperación, así como a los rehabilitados, voluntarios, familias, ex internos y bienhechores de todas las haciendas representadas que se encuentran en esta ocasión para encontrarse con el Papa, os digo: ¡Paz y Bien!

Sé que aquí se encuentran reunidos los representantes de diversos países, donde la Hacienda de la Esperanza posee sedes. Vinieron a ver el Papa. Vinieron a oír y asimilar lo que él les quería decir.

La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de la tarea de reproponer al mundo la voz de Aquél que dijo: «Soy la luz del mundo. Quien me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Por su parte, la tarea del Papa es renovar en los corazones esa luz que no ofusca, pues quiere iluminar lo íntimo de las almas que buscan el verdadero bien y la paz, que el mundo no puede dar. Un fulgor como éste, solo necesita un corazón abierto a los anhelos divinos. Dios no fuerza, no oprime la libertad individual; pide solo la apertura de aquel sagrario de nuestra conciencia por donde pasan todo el aspiraciones más nobles, pero también afectos y pasiones desordenadas que ofuscan el mensaje del Altísimo.

«He aquí que estoy a la puerta, y llamo: Si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos, yo con él y él conmigo» (Ap 3,20). Son palabras divinas que tocan el fondo del alma y que mueven hasta sus raíces más profundas.

A cierta altura de la vida, Jesús viene y toca, con suaves toques, en el fondo de los corazones bien dispuestos. Con ustedes, Él lo hizo a través de una persona amiga o de un sacerdote o, posiblemente, providenció una serie de coincidencias para decir que son objeto de predilección divina. Mediante la institución que los alberga, el Señor proporcionó esta experiencia de recuperación física y espiritual de vital importancia para ustedes y sus familiares. Además, la sociedad espera que sepan divulgar éste bien precioso de la salud entre los amigos y miembros de toda la comunidad.

¡Ustedes deben ser los embajadores de la esperanza! Brasil posee una estadística, de las más relevantes, en lo que respecta a dependencia química de drogas y estupefacientes. Y América Latina no se queda atrás. Por eso, digo a los que comercializan la droga que piensen en el mal que están provocándoles a una multitud de jóvenes y de adultos de todos los segmentos de la sociedad: Dios se los va a cobrar. La dignidad humana no puede ser pisoteada de esta manera. El mal provocado recibe la misma reprobación hecha por Jesús a los que escandalizaban a los “pequeñitos”, los preferidos de Dios (cf. MT 18, 7-10).

Mediante una terapia, que incluye la asistencia médica, psicológica y pedagógica, pero también mucha oración, trabajo manual y disciplina, ya son numerosas las personas, sobretodo jóvenes, que consiguieron librarse de la dependencia química y del alcohol y recobrar el sentido de la vida.

Deseo manifestar mi aprecio por esta Obra, que tiene como base espiritual el carisma de San Francisco y la espiritualidad del Movimiento de los Focolares.

La reinserción en la sociedad constituye, sin duda, una prueba de la eficacia de la iniciativa de ustedes. Pero lo que más llama la atención, y confirma la validez del trabajo, son las conversiones, el reencuentro con Dios y la participación activa en la vida de la Iglesia. No basta curar el cuerpo, es necesario adornar el alma con los más preciosos dones divinos conquistados a través del Bautismo.

Vamos a agradecer a Dios por haber querido colocar tantas almas en el camino de una esperanza renovada, con el auxilio de Sacramento del perdón y de la celebración de la Eucaristía.

5. Queridos amigos, no podría dejar pasar esta oportunidad para agradecer también a todos los que colaboran material o espiritualmente para dar continuidad Obra Social Nuestra Señora de la Gloria. Que Dios bendiga a Fray Hans Stapel y Nelson Giovanelli Ros por haber acogido su invitación para que dediquen su vida a ustedes. Bendiga también a todos los que trabajan en esta Obra: los consagrados y las consagradas; los voluntarios y las voluntarias. Una bendición especial va para todas las personas amigas que la sostienen: autoridades, grupos de apoyo y todos que aman a Cristo presente en éstos sus hijos predilectos.

Mi pensamiento va ahora a la muchas otras instituciones del mundo entero que trabajan para restituir la vida, y vida nueva, a éstos nuestros hermanos presentes en nuestra sociedad, y que Dios ama con un amor preferencial. Pienso también en los muchos grupos de Alcohólicos Anónimos y de Narcóticos Anónimos, y en la Pastoral de la Sobriedad que ya trabaja en muchas comunidades, prestando sus generosos auxilios en favor de la vida.

La proximidad del Santuario de Aparecida nos asegura que la Hacienda de la Esperanza nació bajo sus bendiciones y su mirada maternal. Hace mucho que vengo pidiendo a la Madre, Reina y Patrona del Brasil, que extienda su manto protector sobre los que participarán en la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe. La presencia de ustedes aquí, supone una ayuda considerable para el éxito de esta gran asamblea; pongan sus oraciones, sacrificios y renuncias en el altar de la Capilla, ciertos de que, en el Santo Sacrificio del Altar, estas ofrendas subirán a los cielos como un suave aroma en la presencia del Altísimo. Cuento con su ayuda. Que San Fray Galvão y Santa Crescencia amparen y protejan a cada uno. A todos ustedes bendigo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]


Saludo de Benedicto XVI a las hermanas Clarisas en la Hacienda de la Esperanza

Publicamos el saludo que Benedicto XVI dirigió este sábado a las hermanas Clarisas en la iglesia de la Hacienda de la Esperanza, comunidad para la recuperación de jóvenes toxicómanos y alcohólicos.


GUARATINGUETÁ, sábado, 12 mayo 2007 (ZENIT.org)

“Alabado seas, mi Señor, por todas tu criaturas” - Con esta salutación al Omnipotente y Buen Señor, el santo Pobre de Asís reconocía la bondad única del Dios Creador y la dulzura, la fuerza y la belleza que serenamente se esparcen en todas las criaturas, haciendo de ellas espejo de la omnipotencia del Creador.

Este nuestro encuentro, queridas hermanas Clarisas, en esta Hacienda de la Esperanza, quiere ser la manifestación de un gesto de cariño del sucesor de Pedro a las hermanas de clausura y también un sereno murmullo de amor que resuena por estas colinas y valles de la Sierra de la Mantiqueira y resuene en toda la tierra: "No son discursos ni frases o palabras, ni son voces que puedan ser oídas; su sonido resuena y se esparce por toda la tierra, llega a los confines del universo su voz" (Sal 18,4-5). De aquí las hijas de Santa Clara proclaman; "¡Alabado seas, mi Señor, por todas tus criaturas!".

Allí donde la sociedad no ve más futuro o esperanza, los cristianos están llamados a anunciar la fuerza de la Resurrección: justamente aquí en esta Hacienda de la Esperanza, donde se encuentran tantas personas, principalmente jóvenes, que buscan superar el problema de las drogas, del alcohol y de la dependencia química, se testimonia el Evangelio de Cristo en medio de una sociedad consumista alejada de Dios. ¡Qué diversa es la perspectiva del Creador en su obra! Las hermanas Clarisas y otros religiosos de clausura - que, en la vida contemplativa, escrutan la grandeza de Dios y descubren también la belleza de las criaturas - pueden, con el autor sagrado, contemplar el propio Dios, arrobado, maravillado delante de Su obra, de Su criatura amada: "¡Dios contempló todo lo que había hecho y todo estaba muy bien!" (Gen 1, 31).

Cuando el pecado entró en el mundo y, con él, la muerte, la criatura amada de Dios - aunque herida - no perdió totalmente su belleza: al contrario, recibió un amor mayor: "Oh feliz culpa que nos mereció un tan grande Redentor" - proclama la Iglesia en la noche misteriosa y clara de la Pascua (Exultet). Es el Cristo resucitado que cura las heridas y salva a los hijos e hijas de Dios, salva a la humanidad de la muerte, del pecado y de la esclavitud de las pasiones. La Pascua de Cristo une la tierra y el cielo. En esta Hacienda de la Esperanza se unen las oraciones de las Clarisas y el trabajo arduo de la medicina y de la laborterapia para vencer las prisiones y romper los grilletes de las drogas que hacen sufrir a los hijos amados de Dios.

Se recompone, así, la belleza de las criaturas que encanta y maravilla su Creador. Éste es el Padre todopoderoso, el único cuyo ser es el amor y cuya gloria es el ser humano vivo – como lo dijo San Irineo. Él "tanto amó el mundo, que envió a su Hijo" (Jn 3,16) para recoger al caído en el camino, asaltado y herido por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó. En los caminos del mundo, Jesús es "la mano que el Padre extiende a los pecadores; es el camino por el cual nos llega la paz" (anáfora eucarística). Sí, aquí descubrimos que la belleza de las criaturas y el amor de Dios son inseparables. Francisco y Clara de Asís también descubren este secreto y proponen a sus hijos e hijas una sola cosa - y muy simple: vivir el Evangelio. Ésta es su norma de conducta y su regla de vida. Clara lo expresó muy bien, cuando dice a sus hermanas: "Tened entre vosotros, hijas mías, el mismo amor con el cual Cristo os amó" (Testamento).

Es en este amor que Fray Hans las invitó a ser la retaguardia de todo el trabajo desarrollado en la Hacienda de la Esperanza. En la fuerza de la oración silenciosa, en los ayunos y penitencias, las hijas de Santa Clara viven el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, en el gesto supremo de amar hasta el fin.

¡Esto significa jamás perder la esperanza! Por eso el nombre de esta obra de Fray Hans: "Hacienda de la Esperanza". Pues es necesario edificar, construir la esperanza, tejiendo el tejido de una sociedad que, en el extenderse de los hilos de la vida, pierde el propio sentimiento de esperanza. Esta pérdida – como dijo San Pablo - es como una maldición que la persona humana impone a sí misma: "personas sin afecto" (Rm 1,31).

Queridísimas hermanas, sed las anunciadoras de que "la esperanza no decepciona" (Rm 5,5). El dolor del Crucificado, que atravesó el alma de María al pie de la cruz, consuela tantos corazones maternos y paternos que lloran de dolor por sus hijos aún dependientes de las drogas. Anunciad por el silencio oferente de la oración, silencio grandilocuente que el Padre escucha; anunciad el mensaje del amor que vence al dolor, las drogas y la muerte. Anunciad a Jesucristo, humano cómo nosotros, ¡sufridor cómo nosotros, que tomó sobre sí nuestros pecados para de ellos liberarnos!

Estamos por iniciar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en el Santuario de Aparecida - tan cerca de esta Hacienda de la Esperanza. Confío también en sus oraciones, para que nuestros pueblos tengan vida en Jesucristo y todos nosotros seamos sus discípulos y misioneros. Ruego a María - la Madre Aparecida, la Virgen de Nazaret - quien, en el seguimiento de su Hijo, guardaba todas las cosas en su corazón, que las guarde en el silencio fecundo de la oración.

A todas las hermanas de clausura, de manera especial a las Clarisas presentes en esta obra, mi bendición y afecto.

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]


Palabras del Papa al rezar el «Regina Caeli» en Aparecida

Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI al rezar la oración mariana del «Regina Caeli» tras la misa de inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en la explanada del Santuario de Nuestra Señora Aparecida.


APARECIDA, domingo, 13 mayo 2007 (ZENIT.org).

[En portugués]

Queridos Hermanos y Hermanas:

Os saludo con mucho afecto a todos vosotros que vinisteis de los cuatro cantos del Brasil, de América Latina y del Caribe, así como a los que me escuchan por la radio o por la televisión. Durante la celebración de la santa misa, he invocado al Espíritu Santo pidiendo por los frutos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe que, dentro de poco, tendré la ocasión de inaugurar. Pido a todos que recen por los frutos de esta gran asamblea, que llena de esperanza el porvenir de la familia latinoamericana. Sois los protagonistas del destino de vuestras Naciones. ¡Qué Dios os bendiga y os acompañe!

[En español]

Saludo con afecto a los grupos y comunidades de lengua española aquí presentes, así como a todos los que desde España y Latinoamérica se unen espiritualmente a esta celebración. Que la Virgen María os ayude a mantener viva la llama de la fe, el amor y la concordia, para que mediante el testimonio de vuestra vida y la fidelidad a vuestra vocación de bautizados seáis luz y esperanza de la humanidad. Pidamos también para que la celebración de esta Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe produzca abundantes frutos de auténtica renovación espiritual y de incansable evangelización. ¡Que Dios os bendiga!

[En inglés]

Saludo calurosamente a todos los grupos angloparlantes presentes hoy. Las familias ocupan el primer lugar del corazón de la misión evangelizadora de la Iglesia, pues es en la vida de la Familia donde nuestra vida de fe se expresa y nutre en primer lugar. Padres, vosotros sois los testigos primarios de vuestros hijos de las verdades y los valores de nuestra fe: ¡rezad con vuestros hijos y por vuestros hijos; enseñadles a través de vuestro ejemplo de fidelidad y alegría!. Ciertamente, todo discípulo, inspirado por la palabra y fortalecido por el sacramento, es llamado a la misión. Es un deber del cual nadie debe arredrarse, pues nada es mas hermoso que conocer a Cristo y darlo a conocer a los demás! Que Nuestra Señora de Guadalupe sea vuestro modelo y guía. ¡Que Dios os bendiga a todos!

[En francés]

Queridas familias y grupos franco parlantes, os saludo de todo corazón, a vosotros que vivís en el continente sudamericano, particularmente en Haití, en Guyana Francesa y en las Antillas. Esforzaos sobretodo por construir entre todos, una sociedad cada vez más solidaria y fraterna, con la preocupación de hacer descubrir a los jóvenes la grandeza de los valores familiares.

[En portugués]

Recordamos hoy el nonagésimo aniversario de las Apariciones de Nuestra Señora en Fátima. Con su vehemente llamado a la conversión y a la penitencia es, sin duda, la más profética de las apariciones modernas. Pidámosle a la Madre de la Iglesia, a ella que conoce los sufrimientos y las esperanzas de la humanidad, que proteja nuestros hogares y nuestras comunidades.

De modo especial confiémosle aquellos pueblos y naciones que tienen particular necesidad, y lo hacemos con la certeza de que no dejará de atender las súplicas que con filial devoción le dirigimos.

Pienso especialmente en aquellos hermanos y hermanas que padecen hambre y, por eso, deseo recordar la «Marcha contra el hambre» promovida por el Programa Mundial de Alimentos, organismo de las Naciones Unidas encargado de la ayuda alimenticia. Esta iniciativa tiene lugar hoy en numerosas ciudades del mundo, entre las cuales Ribeirão Preto, aquí en el Brasil.

Nuestras preces se dirigen también a la Comunidad afro-brasileña que conmemora este domingo la abolición de la esclavitud en el Brasil. Que este recuerdo estimule la conciencia evangelizadora de esta realidad socio-cultural de gran importancia en la Tierra de la Santa Cruz.

Dirijo igualmente mi cordial saludo, juntamente con mis sinceros agradecimientos, a todos los Grupos y Asociaciones que aquí se encuentran. Que Dios os recompense y mantenga firmes en la fe.

Aclamemos con alegría el inicio de nuestra salvación.

Saludo especialmente las madres, que hoy celebran su día. Que Dios les bendiga!

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]


Homilía del Papa en la misa de inauguración de la V Conferencia del CELAM

Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo por la mañana en la santa misa de inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en la explanada del Santuario de Nuestra Señora Aparecida.

APARECIDA, domingo, 13 mayo 2007 (ZENIT.org).


Venerables Hermanos en el Episcopado, ¡queridos sacerdotes y vosotros todos, hermanas y hermanos en el Señor!

No existen palabras para expresar la alegría de encontrarme con vosotros para celebrar esta solemne Eucaristía, con ocasión de la apertura de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. A todos saludo con mucha cordialidad, de modo particular al arzobispo de Aparecida, monseñor Raymundo Damasceno Assis, agradeciendo las palabras que me fueron dirigidas en nombre de toda la asamblea, y a los cardenales presidentes de esta Conferencia General.

Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia. Desde este Santuario extiendo mi pensamiento, con mucho afecto y oración, a todos aquéllos que se nos unen espiritualmente en este día, de modo especial a las comunidades de vida consagrada, a los jóvenes comprometidos en movimientos y asociaciones, a las familias, bien como a los enfermos y a los ancianos. A todos les quiero decir: «Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de parte del Señor Jesucristo» (1Cor 1,13).

Considero un don especial de la Providencia que esta Santa Misa sea celebrada este tiempo y en este lugar. El tiempo es el litúrgico del sexto Domingo de Pascua: está próxima la fiesta de Pentecostés, y la Iglesia es invitada a intensificar la invocación al Espíritu Santo. El lugar es el Santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, corazón mariano del Brasil: Maria nos acoge en este Cenáculo y, como Madre y Maestra, nos ayuda a elevar a Dios una plegaria unánime y confiada.

Esta celebración litúrgica constituye el fundamento más sólido de la V Conferencia, porque pone en su base la oración y la Eucaristía, «Sacramentum caritatis». En efecto, solo la caridad de Cristo, emanada por el Espíritu Santo, puede hacer de esta reunión un auténtico acontecimiento eclesial, un momento de gracia para este Continente y para el mundo entero.

Esta tarde tendré la posibilidad de entrar en el mérito de los contenidos sugeridos por el tema de vuestra Conferencia. Demos ahora espacio a la Palabra de Dios, que con alegría acogemos, con el corazón abierto y dócil, a ejemplo de Maria, Nuestra Señora de la Concepción, a fin de que, por el poder del Espíritu Santo, Cristo pueda nuevamente «hacerse carne» en el hoy de nuestra historia.

La primera Lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así llamado «Concilio de Jerusalén», que consideró la cuestión de si a los paganos convertidos al cristianismo debería imponerseles la observancia de la ley mosaica. El texto, dejando de lado la discusión sobre «los Apóstoles y los ancianos» (15,4-21), transcribe la decisión final, que viene colocada por escrito en una carta y confiada a dos comisarios, a fin de que sea entregada a la comunidad de Antioquia (vv. 22-29).

Esta página de los Hechos de los Apóstoles nos es muy apropiada, por haber venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia encuentra a lo largo de su camino y que vienen a ser aclarados por los «Apóstoles» y por los «ancianos» con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el Evangelio de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14,26) ayudando así a la comunidad cristiana a caminar en la caridad en búsqueda de la verdad plena (cf. Jn 16,13). Los jefes de la Iglesia discuten y se enfrentan, siempre sin embargo en actitud de religiosa escucha de la Palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden afirmar: «Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros ...» (Hch 15,28).

Éste es el «método» con el cual nosotros actuamos en la Iglesia, tanto en las pequeñas como en las grandes asambleas. No es una simple cuestión de procedimiento; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo. En el caso de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y el Caribe, la primera, realizada en Rio de Janeiro en 1955, recurrió a una Carta especial enviada por el Papa Pío XII, de venerada memoria; en las otras, hasta la actual, fue el Obispo de Roma que se dirigió a la sede de la reunión continental para presidir las fases iniciales.

Con devoto reconocimiento dirigimos nuestro pensamiento a los Siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II que, en las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo, testimoniaron la proximidad de la Iglesia universal en las Iglesias que están en América Latina y que constituyen, en proporción, la mayor parte de la Comunidad católica.

«Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros ...». Ésta es la Iglesia: nosotros, la comunidad de fieles, el Pueblo de Dios, con sus Pastores llamados a hacer de guías del camino; juntos con el Espíriu Santo, Espíritu del Padre mandado en nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquél que es «mayor» de todos y que nos fue dado mediante Cristo, que se hizo «menor» por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Ad-vocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra, libres de inquietud y de temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).

El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: «Voy, y vuelvo a vosotros» (Jn 14,28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la «ida» y la «vuelta» de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo, están ésos dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se hizo peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los Sacramentos y lanzando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que rindió treinta, sesenta e incluso el ciento por uno. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: Es el Maestro que forma a los discípulos: los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su Palabra, a fin de que contemplen su Faz; los conforma a su Humanidad bienaventurada, pobre en espíritu, aflicta, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5,3-10).

Asimismo, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se vuelve el «Camino» en la cual camina el discípulo. «Si alguien me ama, observará mi palabra», dice Jesús en el inicio del trecho evangélico de hoy. «La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,23-24). Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14,26). Y como el amor por el Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor por Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5,5).

El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre. Especialmente en el Evangelio de San Juan, Jesús habla de sí tantas veces a propósito del Padre que Lo envió al mundo. Asimismo, también en el texto de hoy. Jesús dice: « La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,24). En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en Él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de aquélla de Cristo: «Como el Padre me envió, así también yo os envío a vosotros» (Jn 20,21).

El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta consignación acontece en el Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos diciendo: ‘Recibid el Espíritu Santo...’ » (Jn 20,22). La misión de Cristo se realizó en el amor. Encendió en el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12,49). Es el amor que da la vida: por eso la Iglesia es invitada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres y los pueblos «tengan la vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). A vosotros también, que representáis la Iglesia en América Latina, tengo la alegría de entregar nuevo idealmente mi Encíclica «Deus caritas est», con la cual quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje cristiano.

La Iglesia se siente discípula y misionera de ese Amor: misionera solamente en tanto discípula, es decir, capaz de siempre dejarse atraer, con renovado arrobamiento, por Dios que nos amó y nos ama primero (1Jn 4,10). La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por «atracción»: como Cristo «atrae todo a sí» con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la Cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en la que, asociada a Cristo, cumple su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.

Queridos hermanos y hermanas. Éste es el rico tesoro del continente Latinoamericano; éste es su patrimonio más valioso: la fe en Dios Amor, que reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor: ésta es vuestra fuerza que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, ¡la paz que Cristo conquistó para vosotros con su Cruz! Ésta es la fe que hizo de Latinoamérica el «Continente de la Esperanza».

No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo, el auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos desde la primera evangelización hasta hoy.

Así lo atestigua la serie de Santos y Beatos que el Espíritu suscitó a lo largo y ancho de este Continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para una nueva evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la generosidad y el compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y, con palabras de esta Quinta Conferencia, os digo: sed discípulos fieles, para ser misioneros valientes y eficaces.

La segunda Lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de la Ciudad santa. Escribe el vidente Juan que ésta «bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios» (Ap 21,10). Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto la Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), iluminada en el centro y en todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es llamada «novia», «la esposa del Cordero» (Ap 20,9), porque en ella se realiza la figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres; ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.

Esta imagen estupenda tiene un valor escatológico: expresa el misterio de belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado su plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no debe ser motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia compartiendo las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la humanidad contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf. «Gaudium et spes», 1).

Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es precisamente y solamente en la caridad cómo podemos acercarnos a ella y, en cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios Uno y Trino, como hemos escuchado en el Evangelio: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta maravillosa «morada de Dios con los hombres».¡Qué magnífica vocación!.

Una Iglesia enteramente alentada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación de la Ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella emana una fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.

Que la Virgen Maria le alcance a América Latina y el Caribe la gracia de revestirse de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24,49) para irradiar en el Continente y en todo el mundo la santidad de Cristo. A Él sea dada gloria, con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]


Homilía del Papa a sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos de Brasil

Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este sábado al rezar el rosario en el santuario de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida junto a sacerdotes, religiosas, religiosos, seminaristas y diáconos de Brasil, reunidos junto a los delegados de la V Conferencia del Episcopado de América Latina y de los Caribes.


APARECIDA, domingo, 13 mayo 2007 (ZENIT.org).

Señores Cardenales, Venerados Hermanos en el Episcopado y Presbiterado, ¡Amados religiosos y todos vosotros que, impelidos por la voz de Jesucristo, lo seguisteis por amor!.

¡Estimados seminaristas, que os estáis disponiendo para el ministerio sacerdotal! ¡Queridos representantes de los Movimientos eclesiales, y todos vosotros laicos que lleváis la fuerza del Evangelio al mundo del trabajo y de la cultura, en el seno de las familias, así como a vuestras parroquias!

  1. 1. Como los Apóstoles, juntamente con María, «subieron a la sala de encima» y allí «unidos por el mismo sentimiento, se entregaban asiduamente a la oración» (Hechos 1,13-14), así también hoy nos reunimos aquí en el Santuario de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida, que es para nosotros en esta hora «la sala de encima», donde María, Madre del Señor, se encuentra en medio a nosotros. Hoy es Ella quien orienta nuestra meditación; Ella nos enseña a rezar. Es Ella que nos muestra el modo de abrir nuestras mentes y nuestros corazones al poder del Espíritu Santo, que viene para ser comunicado al mundo entero.

    Acabamos de recitar el Rosario. A través de sus ciclos meditativos, el Divino Consolador quiere introducirnos en el conocimiento de un Cristo que brota de la fuente límpida del texto evangélico. Por su parte, la Iglesia del tercero milenio se propone dar a los cristianos la capacidad de «conocer - con palabras de San Pablo - el misterio de Dios, esto es Cristo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,2-3). María Santísima, la Virgen Pura y sin Mancha es para nosotros escuela de fe destinada a conducirnos y a fortalecernos en el camino que lleva al encuentro con el Creador del Cielo y de la Tierra. El Papa vino a Aparecida con viva alegría para deciros en primer lugar: "Permaneced en la escuela de María". Inspiraos en sus enseñanzas. Procurad acoger y guardar dentro del corazón las luces que Ella, por mandato divino, os envía desde lo alto.

    Como es bueno estar aquí reunidos en nombre de Cristo, en la fe, en la fraternidad, en la alegría, en la paz, "en la oración con María, la Madre de Jesús" (Hechos 1,14). Como es bueno, queridos Presbíteros, Diáconos, Consagrados y Consagradas, Seminaristas y Familias Cristianas, estar aquí en el Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida, que es Morada de Dios, Casa de María y Casa de Hermanos y que en estos días se transforma también en Sede de la V Conferencia Episcopal Latinoamericana y del Caribe. Cómo es bueno estar aquí en esta Basílica Mariana hacia dónde, este tiempo, ¡convergen los miradas y las esperanzas del mundo cristiano, de modo especial de América Latina y del Caribe!

  2. 2. ¡Me siento muy feliz de estar aquí con vosotros, en medio de vosotros! ¡El Papa os ama! ¡El Papa os saluda afectuosamente! ¡Reza por vosotros! Y suplica al Señor las más preciosas bendiciones para los Movimientos, Asociaciones y las nuevas realidades eclesiales, ¡expresión viva de la perenne juventud de la Iglesia! ¡Qué seáis muy bendecidos! Va aquí mi saludo afectuoso a vosotras, Familias aquí congregadas y que representáis todas las queridísimas Familias Cristianas presentes en el mundo entero. Me alegro de modo especialísimo con vosotros y os envío mi abrazo de paz.

    Agradezco la acogida y la hospitalidad del Pueblo brasileño. ¡desde que llegué aquí fui recibido con mucho cariño! Las varias manifestaciones de aprecio y saludo demuestran cuánto queréis bien, estimáis y respetáis el Sucesor del Apóstol Pedro. Mi predecesor, el Siervo de Dios Papa Juan Pablo II se refirió varias veces a vuestra simpatía y espíritu de acogida fraterna. ¡Él tenía toda la razón!

  3. 3. Saludo a los estimados padres aquí presentes, pienso y oro por todos los sacerdotes diseminados por el mundo entero, de modo particular por los de América Latina y del Caribe, incluyendo entre ellos a los que son fidei donum. Cuántos desafíos, cuántas situaciones difíciles enfrentáis, ¡cuánta generosidad, cuánta donación, sacrificios y renuncias! La fidelidad en el ejercicio del ministerio y en la vida de oración, la búsqueda de la santidad, la entrega total a Dios al servicio de los hermanos y hermanas, gastando vuestras vidas y energías, promoviendo la justicia, la fraternidad, la solidaridad, el compartir, - todo eso le habla fuertemente a mi corazón de pastor. El testimonio de un sacerdocio bien vivido dignifica a la Iglesia, suscita admiración en los fieles, es fuente de bendición para la Comunidad, es la mejor promoción vocacional, es la más auténtica invitación para que otros jóvenes también respondan positivamente a los llamados del Señor. ¡Es la verdadera colaboración para la construcción del Reino de Dios!.

    Os agradezco sinceramente y os exhorto a que continuéis viviendo de modo digno la vocación que recibisteis. Qué el fervor misionero, que la vibración por una evangelización siempre más actualizada, ¡que el espíritu apostólico auténtico y el celo por las almas estén presentes en vuestras vidas! Mi afecto, oraciones y agradecimientos van también a los sacerdotes de edad y enfermos. ¡Vuestra conformación al Cristo Sufridor y Resucitado es el más fecundo apostolado! ¡Muchas gracias!

  4. 4. Queridos Diáconos y Seminaristas, a vosotros también que ocupáis un lugar especial en el corazón del Papa, un saludo muy fraternal y cordial. La jovialidad, el entusiasmo, el idealismo, el ánimo para enfrentar con audacia los nuevos desafíos, renuevan la disponibilidad del Pueblo de Dios, vuelven a los fieles más dinámicos y hacen crecer a la Comunidad Cristiana, progresar, ser más confiados, felices y optimistas. Agradezco el testimonio que ofrecéis, colaborando con vuestros Obispos en los trabajos pastorales de las diócesis. Tened siempre delante de los ojos la figura de Jesús, el Buen Pastor, que "vino no para ser servido, pero para servir y dar su vida para rescatar a la multitud" (Mt 20,28). Sed como los primeros diáconos de la Iglesia: hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo, de sabiduría y de fe (cf. Hechos 6, 3-5). Y vosotros, Seminaristas dad gracias a Dios por el llamado que Él os hace. Recordaos que el Seminario es la "¡cuna de vuestra vocación y escena de la primera experiencia de comunión" (Directorio para el Ministerio y vida de los Presbíteros, 32). Rezo para que seáis, si Dios quiere, sacerdotes santos, fieles y felices en servir a la Iglesia!.

  5. 5. Detengo mirada y atención ahora sobre vosotros, estimados consagrados y consagradas, aquí reunidos en el Santuario de la Madre, Reina y Patrona del Pueblo Brasileño, y también diseminados por todas partes del mundo.

    Vosotros, religiosos y religiosas, sois una dádiva, un regalo, un don divino que la Iglesia recibió de su Señor. Agradezco a Dios vuestra vida y el testimonio que dais al mundo de un amor fiel a Dios y a los hermanos. Ese amor sin reservas, total, definitivo, incondicional y apasionado se expresa en el silencio, en la contemplación, en la oración y en las actividades más diversas que realizáis, en vuestras familias religiosas, en favor de la humanidad y principalmente de los más pobres y abandonados. Eso todo suscita en el corazón de los jóvenes el deseo de seguir más de cerca y radicalmente a Cristo el Señor y ofrecer la vida para dar testimonio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que Dios es Amor y que vale la pena dejarse cautivar y fascinar para dedicarse exclusivamente a Él (cf. Exort. ap. «Vita Consecrata», 15).

    La vida religiosa en Brasil siempre ha sido significativa y ha tenido un papel destacado en la obra de la evangelización, desde los inicios de la colonización. Ayer aún, tuve la grande satisfacción de presidir la Celebración Eucarística en la cual fue canonizado San Antonio de Santa Ana Galvão, presbítero y religioso franciscano, primer Santo nacido en Brasil. A su lado, otro testimonio admirable de consagrada es Santa Paulina, fundadora de las Hermanitas de la Inmaculada Concepción. Tendría muchos otros ejemplos para citar. Que todos ellos os sirvan de estímulo para vivir una consagración total. ¡Dios os bendiga!

  6. 6. Hoy, en vísperas de la apertura de la V Conferencia General de los Obispos de América Latina y del Caribe, que tendré el gusto de presidir, siento el deseo de deciros a todos vosotros cuán importante es el sentido de nuestra pertenencia a la Iglesia, que hace a los cristianos crecer y madurar como hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre. Queridos hombres y mujeres de América Latina sé que tenéis una gran sed de Dios. Sé que seguís a Aquel Jesús, que dijo “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Por eso el Papa quiere deciros a todos: ¡La Iglesia es nuestra Casa! ¡Esta es nuestra Casa! ¡En la Iglesia Católica tenemos todo lo que es bueno, todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo! ¡Quien acepta a Cristo: “Camino, Verdad y Vida”, en su totalidad, tiene garantizada la paz y la felicidad, en esta y en la otra vida! Por eso, el Papa vino aquí para rezar y confesar con todos vosotros: ¡vale la pena ser fieles, vale la pena perseverar en la propia fe! Pero la coherencia en la fe necesita también una sólida formación doctrinal y espiritual, contribuyendo así a la construcción de una sociedad más justa, más humana y cristiana. El Catecismo de la Iglesia Católica, incluso en su versión más reducida, publicada con el título de Compendio, ayudará a tener nociones claras sobre nuestra fe. Vamos a pedir, ya desde ahora, que la venida del Espíritu Santo sea para todos como un nuevo Pentecostés, a fin de iluminar con la luz de lo Alto nuestros corazones y nuestra fe.

  7. 7. Es con gran esperanza que me dirijo a todos vosotros, que os encontráis dentro de esta majestuosa Basílica, o que participaron del Santo Rosario desde fuera, para invitarlos a volverse profundamente misioneros y para llevar la Buena Nueva del Evangelio por todos los puntos cardenales de América Latina y del mundo.


Vamos a pedir a la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Concepción Aparecida, que cuide la vida de todos los cristianos. Ella, que es la Estrella de la Evangelización, guíe nuestros pasos en el camino al Reino celestial:

“¡Madre nuestra, protege la familia brasileña y latinoamericana!

Ampara, bajo tu manto protector a los hijos de esta Patria querida que nos acoge, Tú que eres la Abogada junto a tu Hijo Jesús, dale al Pueblo brasileño paz constante y prosperidad completa.

Concede a nuestros hermanos de toda la geografía latinoamericana un verdadero fervor misionero irradiador de fe y de esperanza, Haz que tu clamor de Fátima por la conversión de los pecadores, sea realidad, y transforme la vida de nuestra sociedad,

Y tú, que desde el Santuario de Guadalupe, intercedes por el pueblo del Continente de la esperanza, bendice sus tierras y sus hogares.


Amén.

[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
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